sábado, 22 de noviembre de 2014

Noche en Bilbao de Eduardo Apodaca


EDUARDO APODACA:

NOCHE EN BILBAO

(1981)

La ciudad ha cerrado portales y persianas.
Una nostalgia de motores se va anegando en el silencio.
En bares abiertos todos sueñan
que son hombres. Nadie me conoce aquí.

Con mi chaqueta gris que tiene el color de las sombras
y mis pantalones sucios como carteles
viejos, soy cada pared que veo, cada gota de agua
ya olvidada que aún cae de árboles y tejados.

Entro en un bar, enciendo un cigarro.
Me doy cuenta de que el cigarro, como yo, es invisible. Me calo
la boina hasta los ojos para fumar con el calor
que siento, esta noche en que la luna está en Ceilán.

Un gato, que ha quedado en la calle porque encontró al volver
su puerta ya cerrada, sigue maullando como un quejido
envuelto en carne que se siente. Todo es inmensidad
que nunca se interrumpe. Parece que me voy.

Y marcho por las calles sintiendo al mismo ritmo
ensueño en el cerebro –cama de soledad
amada, pues ando envuelto en un metal
azul grisiento– vibración sorda
que oculta lo convencional
humano, al continuar entrevé
conversando entre sí en las bocacalles,
luces blanquecinas
verdosas y rosadas
como fiebre materna de la luna.
Mudo aliento del día, aprisionado bulle
en las tiendas cerradas y llega a deslizarse
por el cuerpo en vuelo a ras de tierra
para irse juntos a lo oscuro
donde habita el sueño vivo.

En el escaparate de un ultramarinos una bombilla
amarilla me hace señas, ensimismada
en el recuerdo de la infancia vagabunda;
y mientras una canción murmura, cual los caminos
que la noche al fondo de la calle
por el monte dirige a las estrellas,
me acerco cuanto puedo, y el vaho del cristal
me acaricia diciéndo que esa luz fui yo.
Soy yo mismo dormido en su reposo.
Un agua escarchada comienza deslizarse en el cerebro
y un cálido fluir de las estrellas del frío.

¿A dónde encaminar los pasos si la noché me está buscando?
Y sólo persiste el zumbido de cables telefónicos
cuyo eco guarda el reino mineral.
Ahora toma forma la muerte, hálito
que sube del asfalto, que, de color indeciso
parpadea tendido, y las farolas amarillas,
que saben del cielo, al susurro del vacío
se electrizan como sábana de niebla.
El susurro mueve los lugares. Imágenes se resquebrajan
de aire solo bailando llenas del mundo innumerable.
Murmuran a lo lejos los motores de la noche
que puso en marcha el eco del vacío

En las ondas del horizonte continúa
maullando el gato, ya como quejido de árboles
que se esfuerzan ante el abismo de la aurora
Y sin embargo mi tío me aguarda todavia.
Cerca de él su gato sueña.
Yo, niño, oigo la radio aunque no la entienda,
porque es música de un mundo que convoca y elige
para vivir la noche, mientras una conformidad
vaga por los rincones de la sala. El olor a tabaco
es tiempo que tiembla por dentro de los huesos

El humo se dilata
ingrave en la penumbra
como la melodía de los astros

Fuera, donde camino, el desierto infinito se desliza
como el sonar de un río que fuera el espacio.






Eduardo Apodaca fue un poeta bilbaino que nació en 1952 y murió en noviembre de 2006