viernes, 18 de noviembre de 2011

Las persianas



Me gusta dormir con la ventana abierta. Todas las noches, me duermo con los últimos ruidos de mi calle. Oigo los pasos de la gente que vuelve a casa, las voces de los que se quedan un rato más en los bares. Oigo los ladridos de los perros. Antes oía el ruido de la persiana metálica que bajaba en último lugar. Hace unos meses ya no lo oigo. Nadie parece darse cuenta. La vida sigue alrededor de la persiana que ya no sube cada día, de la tienda que ya no se abre. Los mismos parroquianos acuden a los mismos bares. Los mismos clientes a las otras tiendas. ¿O no?
La persiana hacía mucho ruido, un pequeño estruendo doméstico. No me importaba. Era una señal. Era un sonido familiar que remarcaba que la vida seguía su camino, sus ritos diarios. La última vez sonó como siempre. La última vez no supe que era la última y seguramente he tardado en darme cuenta varias noches de que algo faltaba en esa rutina de voces, de pasos, de persianas.
Hay negocios que echan su persiana invisible y el drama de las vidas que están detrás se desarrolla con total sigilo. Las tiendas que dejan caer la persiana por última vez tienen su última protesta, pero no puede ser una llamada de atención porque es el sonido normal del cierre nocturno. Aquí no es el ruido, es el silencio el que llama la atención. Son las persianas que están siempre abajo, las tiendas que están siempre cerradas.
En los barrios, las persianas echadas son de metal y de herrumbre. Son cada vez más y van adquiriendo un color como de mal agüero. En el centro de la ciudad, quizás algún nombre desaparece de un rótulo, pero muy pronto es sustituido. Allí, en todo caso, están los nombres más resistentes, los nombres de los grandes bancos y las grandes firmas, las grandes franquicias y los grandes almacenes. El centro tiene una protección especial contra la decadencia y el polvo, la herrumbre y el silencio. La oficina de correos más roñosa de la ciudad no está en el centro. En cuanto nos alejamos del centro, la ciudad nos ofrece esas señales de alarma que se van haciendo más y más frecuentes: las modestas persianas que ya no bajan cada noche porque han dejado de levantarse cada mañana. Eran inmobiliarias, pequeños negocios de informática, videoclubs, gimnasios, librerías, tiendas tradicionales de alimentación. Sus dueños han tirado la toalla, se han ido a casa, han echado la persiana.
La tienda de alimentación tradicional tenía una persiana vieja de lamas metálicas que ahora acumula polvo y grafitis. El videoclub era grande. Cayó al principio de la crisis. La persiana de reja ya no tiene lustre, los vidrios están tan sucios que no puede verse el interior, los escalones de acceso han sido empleados como dormitorio y como urinario. El pequeño negocio de informática tiene una persiana de rombos de metal de color de aluminio, cada vez más oscuros. En la persiana del gimnasio que quebró se acumulan los carteles. Cuando uno de estos pequeños negocios lleva poco tiempo cerrado, podría pensarse que su dueño se ha ido de vacaciones. Pero si una familia china no salva la lonja abandonada, pronto será fácil reconocerla incluso los días de fiesta, cuando los negocios que aún funcionan también están cerrados. Una lonja que no se utiliza es como una caries en un alveolo de cemento de un edificio que puede estar, a su alrededor, perfectamente saludable. Ya no brilla el vidrio ni el metal ni la piedra pulimentada. La persiana va adquiriendo capas de mugre. Hay cosas que se rompen y nadie las repone.
Para esta porción de la ciudad ha llegado el tiempo de la decadencia. Esta porción de ciudad abarca sólo el espacio de un portal, de una lonja. Pero más allá hay otra casilla pintada de negro, otro pixel muerto, otra lonja abandonada. Y algo más lejos, donde ayer había un negocio, hoy tenemos una persiana que no se ha levantado, que no se levanta.